Al tercer paso sacó el cuchillo de la funda. La tierra retumbaba bajo el ímpetu de sus pasos, que con decidida arrogancia iban en busca de la dignidad perdida, del sueño robado. La noche lo envolvía en una sombra terrible que chorreaba sangre y dolor. Lleno de polvo y odio avanzaba Lorenzo. Bajo el mango, en el catre, estaba Catalino. Era domingo. La borrachera ya se había encargado de no dejar testigos para esa hora. El pueblo dormía, igual que Catalino.
En el vasto silencio de la noche resonó un ay! desgarrado y mudo. El yvapará recorrió desde el cuello hasta el ombligo. La sangre tiñó el catre de rojo. Catalino pronunció el nombre del creador, mientras Lorenzo repitió el nombre de su abuelo, de su padre y el de su hijo. También el de la hermana Josefa y el Pa´i Aurelio, el de los niños sin padres y las mujeres viudas, el de los que murieron en las plantaciones, el de Atanasia Bolivar, la que murió en defensa de los niños y en el de su dignidad. Habló como hombre libre, como pueblo, como hermano, como humano. Acahay vio su último sufrimiento. En el momento en que se desplomaba Lorenzo sobre el cadaver, fue el último instante más feliz de la vida de un prófugo, paria y traidor, que ahora se convertía en el héroe de Acahay. Este mudo sacrificio, esta ofrenda desinteresada, amaneció el lunes. Sorpresa general. Se ordenó enterrar al traidor y velar al héroe. Murió Catalino, revivió Lorenzo.